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Sin nombre ni voz propia, una realidad de las mujeres de la antigua Roma

05/03/2025
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Sin nombre ni voz propia, una realidad de las mujeres de la antigua Roma

05/03/2025

Alicia Valmaña Ochaíta, Universidad de Castilla-La Mancha

Se ha dicho en muchas ocasiones que las mujeres romanas no fueron protagonistas de la Historia de Roma. Esta afirmación es cierta en muchos aspectos: la Historia de Roma de Tito Livio recoge poquísimos nombres de mujeres en relación con los nombres propios de hombres. La explicación es sencilla: son ellos quienes hablan y de los que se habla.

Lo que se dice

El poder del nombre, en Roma, era cosa de hombres. Hay un ejemplo que se ve muy bien en la obra de Tito Livio, al prestar atención a su forma de comenzar los capítulos diciendo: “aquel año fueron elegidos cónsules…”, desvelando a continuación quiénes eran.

Ese detalle no es baladí, ya que la cronología política romana daba nombre a los años a partir precisamente del de los cónsules elegidos. Esos magistrados (magistrados epónimos) convertirían la Historia de Roma en el relato de una saga de familias que ocupaban las distintas magistraturas hasta que alcanzaban la más alta, el consulado. Se establecía así una carrera política parecida a lo que sucede en algunos casos en la actualidad.

La práctica política romana, el sistema de votación y la inercia de siglos harían que fuesen pocos los “hombres nuevos” que ocupasen la alta dirección política durante la República. Y los que lo consiguiesen sin respaldo político familiar serían considerados hombres “sin nombre”. Cicerón fue uno de ellos, posiblemente el más famoso.

Muchos siglos más tarde, en los Estados Unidos, se llamarán, genéricamente, “hombres hechos a sí mismos”.

La ausencia de poder del nombre femenino

Si los hombres nuevos tenían difícil ocupar el espacio público, ellas, simplemente, no podían.

Las mujeres romanas estaban excluidas de ciertas ocupaciones propias de los varones, los llamados officia virilia. Es decir, no podían ejercer magistraturas ni defender nada en juicio. Tampoco podían ocupar los sacerdocios, excepto el colegio de las Vestales. Esta prohibición se recoge en el Digesto, una obra compiladora que mandó hacer el emperador Justiniano en el siglo VI. La fuente original es un texto de Ulpiano, un jurista romano que estuvo activo entre los siglos II y III.

Relieve de un matrimonio romano en un sarcófago.
Relieve de un matrimonio romano en un sarcófago. British Museum/Wikimedia Commons, CC BY-SA

El sistema onomástico romano tampoco favorecía que las mujeres desarrollasen su personalidad. Los hombres tenían un nombre propio al que seguía el familiar (nuestro apellido). Muy a menudo contaban, también, con un sobrenombre que destacaba alguna cualidad física o distintiva. Los tres son conocidos como praenomen, nomen y cognomen, respectivamente.

Sin embargo, las mujeres carecían de nombre propio y eran llamadas, generalmente, por el nombre familiar acompañado de un numeral (Primera, Segunda, Tercera), o de un Maior o Minor (la mayor o la menor).

Esta relación de las mujeres y los nombres también se comprueba en el rito de las nupcias. Cuando la mujer se casaba pronunciaba una frase: “cuando (y donde) tú eres Gayo –entendido como nombre genérico de varón–, yo soy Gaya”. Es decir, que las mujeres eran las que se adecuaban al hombre y a su nombre.

‘Calladita está más guapa’

El poder de los nombres es un reflejo del poder de la palabra. Por eso no debe extrañar que en la sociedad romana se mantuviera la idea de que la mujer debía abstenerse de hablar o hacerlo con moderación.

En realidad, se veía con malos ojos a las mujeres que hablaban, especialmente si lo hacían demasiado. Esta idea está ya presente en la mitología: la diosa Tacita Muta siempre está callada. Antes había sido una ninfa muy habladora –y a destiempo–, por eso se le privó de la palabra.

Plutarco, en su relato sobre Numa, uno de los primeros reyes de Roma, relata cómo se valoraba especialmente el silencio de las mujeres, ahuyentándolas de la indiscreción y acostumbrándolas a callar, como le sucediera a la diosa.

Grabado que muestra a las mujeres romanas.
Grabado que muestra a las mujeres romanas. Wenceslas Hollar Digital Collection

En el imaginario colectivo las romanas debían mantenerse calladas. De ellas se esperaba que hilaran lana, considerado un claro ejemplo de las virtudes femeninas: introspectivas y domésticas. Esta imagen se repite en los textos, donde se compara a las mujeres habladoras y desocupadas con las hacendosas. Es el caso de Lucrecia, a la que los hombres encuentran hilando lana, mientras las nueras del rey están con sus amigas disfrutando de un suntuoso banquete. Muchos autores clásicos hablan con desprecio de las mujeres charlatanas e identifican al género femenino con esta etiqueta.

Tal es el caso de la conocida como Carfania (o Caya Afrania). Según algunos textos, esta romana acudía siempre que podía a los tribunales presentando reclamaciones con discursos impertinentes.

“También Caya Afrania, esposa del senador Licinio Bucón, siempre dispuesta a meterse en pleitos, defendió en todo momento sus causas ante el pretor, no porque careciese de abogados, sino porque le sobraba desenvoltura. Así pues, haciendo temblar las salas de los tribunales con sus gritos, cosa desacostumbrada en el foro, llegó a ser un ejemplar único de la intriga femenina, hasta el punto de que a las mujeres de malas costumbres se les suele apodar con el calumnioso apelativo de ‘Caya Afrania’”

(Valerio Máximo, 8, 3, 2)

Carfania había cometido dos grandes faltas. La primera había sido realizar una actividad exclusivamente masculina: defender una causa en un juicio. La segunda había sido hablar y hacerlo en un lugar público.

Esta imagen de la mujer no es exclusiva de la literatura romana. También se encuentra en la griega –y, en realidad, permanecerá a lo largo de la historia de la humanidad–. El poeta Semónides de Amorgos, del siglo VII a. e. c., definía en su pieza Yambo de las mujeres distintos tipos femeninos. Y los comparaba, entre otras cosas, con animales (zorras, comadrejas, monas, yeguas o abejas). Las mujeres que caracterizó como perras recibían ese apelativo porque lo sabían todo, oían todo y no paraban de “ladrar”.

En las lenguas originales de ambos textos, el de Valerio Máximo y el de Semónides, se utiliza el término “ladridos” para referirse a la forma de hablar de las mujeres. Ladridos o gritos que, en el caso de Carfania, quizá solo fueran las palabras dichas en voz alta ante un tribunal que le impedía hablar.The Conversation

Alicia Valmaña Ochaíta, Profesora Titular de Derecho Romano, Universidad de Castilla-La Mancha

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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